El Domingo de Resurrección, celebrado este 20 de abril, representa el eje central de la fe cristiana: la victoria definitiva de Jesucristo sobre la muerte y el pecado. En Guatemala, donde la religiosidad popular se vive con intensidad única, esta solemnidad no solo marca el fin de la Semana Santa, sino también la consumación del misterio pascual y la promesa de la vida eterna.
La resurrección no es simplemente un símbolo de renovación; para el creyente, es una verdad histórica y escatológica: Cristo ha resucitado, y con Él, la humanidad redimida es llamada a una existencia nueva. “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”, dice San Pablo, y esta afirmación resuena con fuerza en cada rincón del país, desde los templos coloniales de Antigua hasta las comunidades más remotas del altiplano.

En este día, las procesiones del Resucitado recorren las calles en medio de júbilo, incienso y alabanzas. La figura del Cristo glorioso rompe el silencio del sepulcro y aparece revestida de luz, anunciando la derrota del pecado, la redención del mundo y la esperanza firme de la resurrección de los muertos al final de los tiempos. Esta dimensión escatológica es fundamental: no se trata solo de recordar un hecho del pasado, sino de anticipar el destino último de toda la creación.

En Guatemala, esta vivencia se manifiesta con particular devoción. La fe del pueblo se entrelaza con siglos de tradición católica, influenciada tanto por la liturgia romana como por la espiritualidad heredada de las cofradías. En cada acto de fe —ya sea una procesión, una vigilia o una oración en familia— late la convicción de que la muerte no tiene la última palabra.

Así, el Domingo de Resurrección no es solo un cierre: es un umbral, una puerta abierta hacia la eternidad. El sepulcro vacío no solo transforma el dolor de la cruz, sino que anuncia el horizonte escatológico donde Dios será todo en todos (1 Cor 15,28).