En la noche del 14 al 15 de abril de 1912, el RMS Titanic, el barco más grande y lujoso de su época, chocó contra un iceberg en las frías aguas del Atlántico Norte. El accidente marcaría el inicio de una de las tragedias marítimas más recordadas de la historia, cobrando la vida de más de 1.500 personas.
Zarpado desde Southampton con destino a Nueva York, el Titanic era considerado “insumergible” por su tecnología de punta y diseño innovador. A bordo viajaban alrededor de 2.200 personas, entre tripulantes y pasajeros de todas las clases sociales. La ilusión del progreso, el lujo desmedido y la confianza en la ingeniería chocaron —literalmente— con la fuerza de la naturaleza.

La falta de botes salvavidas suficientes, errores humanos y una respuesta tardía agravaron las consecuencias del naufragio. El evento impulsó reformas en la seguridad marítima internacional y dejó una huella profunda en el imaginario colectivo.
A más de un siglo del desastre, el Titanic sigue generando fascinación. Libros, películas y documentales han mantenido viva la memoria de un episodio que simboliza el orgullo y la vulnerabilidad del ser humano ante lo impredecible.

Hoy, 113 años después, el Titanic no solo es un recuerdo trágico, sino también una advertencia sobre los límites de la tecnología y la importancia de la humildad frente al mar.