Con información de Fernando Castellanos.
El 19 de septiembre de 1985 (hace 40 años), a las 7:17 de la mañana, un terremoto de magnitud 8.1 en la escala de Richter sacudió a México y dejó una de las peores tragedias de su historia. El epicentro se localizó en el Océano Pacífico, cerca de la desembocadura del río Balsas en Michoacán, pero la mayor devastación se vivió en el Distrito Federal, donde se derrumbaron o resultaron dañados más de 50 mil edificios y murieron más de 10 mil personas.
La catástrofe sorprendió a un país en crisis: con una economía debilitada, alta inflación, desempleo y el gobierno de Miguel de la Madrid bajo fuerte cuestionamiento. La emergencia evidenció la falta de protocolos y capacidad de respuesta: el metro dejó de funcionar, las calles quedaron intransitables y los hospitales colapsaron, entre ellos el General de México, Juárez y el Centro Médico Nacional del IMSS, lo que agravó aún más la situación de los heridos.
La réplica de gran intensidad que se produjo 24 horas después añadió caos y miedo. Más de un millón de personas perdieron sus hogares y gran parte de la infraestructura básica —electricidad, agua, gas y vialidades— quedó inservible. Ante la ineficiencia de los servicios de emergencia, fue la solidaridad de la población la que marcó los primeros auxilios, la búsqueda de sobrevivientes y el refugio para los damnificados.
Aunque la FIFA tenía contemplado trasladar el Mundial de 1986 a Estados Unidos, el gobierno mexicano garantizó que los estadios y la infraestructura hotelera estaban en condiciones, y el torneo finalmente se disputó en México.
A largo plazo, la tragedia abrió paso a transformaciones políticas profundas: el terremoto de 1985 dejó en evidencia la necesidad de un gobierno autónomo para la capital, proceso que culminó en 1997 con las primeras elecciones democráticas en el Distrito Federal, donde resultó electo Cuauhtémoc Cárdenas.











