En las últimas décadas, el término “Inclusión Social” ha sido conceptualizado bajo un contexto político dirigido a objetivos impostergables, especialmente en países con altísimos niveles de desigualdad, inequidad y exclusión en el mundo. Sin embargo, en casi todos estos ha quedado como un enunciado de buenas intenciones, sin lograr llevar el discurso de la inclusión a la acción con medidas y políticas concretas y urgentes para lograr una mejor y más equitativa redistribución de ingresos, invertir en el desarrollo de las nuevas generaciones, fortalecer la descentralización para que las poblaciones excluidas participen activamente en su desarrollo económico y social, crear nuevas fuentes de riqueza y sobre todo que los Estados garanticen los derechos humanos.
Conceptualmente, la inclusión y la exclusión social van tomadas de la mano. Sin embargo, grupos políticos y algunos sectores sociales principalmente han levantado la bandera de la “inclusión social” como una reivindicación histórica y una oportunidad de tener una “discurso político” que puedan generarles algunos adeptos.
Los conceptos de inclusión y exclusión social están íntimamente relacionados. Para distinguirlos, se podría decir que cada uno de ellos constituye un polo del mismo eje en el que se pueden definir una multiplicidad de situaciones en función del “grado de exclusión o inclusión”; es decir, de la intensidad de la exclusión: el grado de vulnerabilidad o precariedad social.
Estudiosos y académicos de la Inclusión Social, encierran mucho su estudio dirigido solo a las formas en que diferentes sectores excluidos no tienen acceso a las políticas y derechos sociales principalmente; sin embargo, existen diferentes grupos y colectivos sociales que no tienen reconocidos sus derechos sociales o políticos o que, aun gozándolos, los recursos a los que éstos les permiten acceder resultan inadecuados a sus características u opciones personales. Por ejemplo: personas con discapacidades, con enfermedades mentales, u otros casos; puesto que el acceso a las políticas sociales también forma parte de dicha acción del estado de reconocimiento de los derechos de protección social de la ciudadanía en caso de necesidad.
Una cosa es ser desempleado o pobre, o tener un acceso limitado a una serie de recursos básicos y vivir una vida de gran aislamiento social, pero hacerlo como una excepción en ambientes sociales mayoritariamente compuestos por personas que no viven esas situaciones; otra cosa muy distinta es hacerlo como parte de un colectivo que abrumadoramente comparte esas características. En el primer caso tenemos un individuo en una situación difícil, que además vivirá bajo el estigma de una cultura ambiente donde la inclusión y participación social son la norma. En el segundo caso, se forma una cultura de la exclusión y formas colectivas de vida y movilización social que reflejan la situación de exclusión. Ambas situaciones son claras muestras de violaciones a los derechos humanos fundamentales.
En sociedades avanzadas, el reconocimiento de los derechos sociales, económicos y culturales constituye una de las formas primordiales de mantener una mayor cohesión e integración social y política. De allí que resulta imprescindible que los estados los garanticen de manera efectiva para llevar una “cultura” inclusiva social, en la que se abarquen a todas las personas con sus diferencias tales como la discapacidad, las de género, que ataquen la discriminación y la violación de los derechos humanos hacia personas o grupos que han sido colocados en situación de desventaja social restituyéndoles derechos que les han sido ilegítimamente vulnerados lo que se encuentra estrechamente relacionada con la necesaria transformación estructural y desarrollo de los Estados.
Si hacemos un repaso legislativo por los países del mundo y en especial los que están en pleno desarrollo, encontramos que más que antes principios sobre la inclusión social están siendo incorporados sus textos constitucionales o legales. Principios especialmente de reconocimiento a la diversidad cultural están constituyendo un norte en las políticas de los estados.
Sin embargo, no solo de las buenas intenciones principistas se va a lograr la real inclusión social. Lo más importante es reconocer a la inclusión social como un derecho humano que lleve a los estados a implementar una educación inclusiva social, en la que se abarquen a todas las personas con sus diferencias tales como las de género, que ataquen la discriminación y la violación de los derechos humanos hacia personas o grupos que han sido colocados en situación de desventaja social restituyéndoles derechos que les han sido ilegítimamente vulnerados lo que se encuentra estrechamente relacionada con la necesaria transformación estructural y desarrollo de los Estados en el siglo XXI.
Hasta la próxima semana.
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